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El basto ecosistema amazónico, tramado entorno a su río grande y por de miles de ríos, riachos y arroyos -desde su nacimiento en el eje cordillerano andino (Perú) hasta su desembocadura en el enorme delta de Belén (Brasil)- sigue vivo, tejiendo monte y afluentes hacia norte y sur del continente.
 

Más allá de la sangrante explotación del caucho primero, y luego del petróleo, la forestación y la minería (entre otras actividades predatorias del monte originario) sus árboles centenarios siguen en pie, contando los días desde la llegada de los primeros habitantes.
 

La cantidad de hombres y mujeres y pueblos enteros desplazados es abrumante, en un espacio geográfico que no solo alberga la mayor biodiversidad del mundo sino también un bagaje cultural ancestral y sagrado.
 

Pero al fin, todo ese conocimiento acumulado debajo de hojas, raíces, plumas y pieles todavía resiste. La selva amazónica aún sobrevive a la dinámica racionalista y asesina del monocultivo. Ese bosque nativo que en el delta del Mekong fue borrado para sembrar grandes arrozales, o en el bajo Paraná, para alimentar la industria celulósica y agropecuaria nacional, sigue en pie, dando curso a nuevas aguas y saberes.  

 

 

 

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