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Cuba

Amanecer centenario de bravío malecón.

Azoteas y cúpulas se pintan otra vez,

por quinientos años despierta La Habana desde mi balcón.

La guagua aprieta la libertad del pueblo.

Maquinas sutiles derrochando humo

trazan los surcos del cotidiano

mientras el contrasentido se pasea en un Cadillac rosado.

La revolución hecha sopa.

Vivir a la cubana

poco se consigue, todo se arregla.

El mal del mar,

oportunidad de isla.

La vida cuelga de una soga al sol.

Carne terca, harina y frijoles.

Café en los ojos.

El placer militarizado

burocracia y espera.

Sueños amontonados en la pantalla de un cine

y los cuerpos como territorio de conquista.

El mar, un faro.

Aislada libertad de palabras contadas.

¿Patria o muerte aún hoy?

Crónica de la ciudad de La Habana

 

Amanece. Desconcertado mira el reloj y apenas dan las seis. Las primeras luces caen sobre la ciudad de La Habana. Primero alcanzan las azoteas y cúpulas de edificios centenarios, luego riegan el malecón acariciado por el mar del golfo que también despierta dócil en esa mañana de diciembre, ya dejada atrás la amenaza estival de huracanes. Desde el balcón de su habitación en el piso diez de un monobloc colosal, la magnífica vista se extiende desde el acomodado Vedado hasta el caótico barrio Centro y la pintoresca Habana Vieja.

No llevaba un día en la isla que las imágenes de su arribo ya se le agolpaban en la mente, apretadas, cálidas como la guagua que lo trajo desde el aeropuerto y se rompió en el camino, obligando a los pasajeros a una nueva lucha por montar apretujándose aún más en el próximo autobús. Acostumbrado al caos propio de adentrarse en grandes ciudades latinoamericanas, la ausencia generalizada de tráfico fue lo primero que le llamo la atención, sin embargo la inocultable presencia de los coches antiguos, legado del nefasto pasado colonial batista, lo traía tan maravillado como a cualquier debutante en la isla. Verdaderas maquinas sutiles derrochando humo, funcionando como taxis colectivos al servicios del pueblo o como artículo de lujo para los adinerados visitantes del extranjero, gustosos de mostrarse paseando con chofer en exuberantes cadillacs de pomposos colores, rememorando una Cuba que no quiso ser más pero que el mercado mundial lentamente parece darle el brazo a torcer.

Tuvo que bajar al piso nueve para llamar al único ascensor que quedaba funcionando. Una caja hermética de metal con capacidad para ocho personas y olor a orina que lo llevo a la planta baja. Enfrente se erguía el estadio latinoamericano de béisbol que recibía partidos casi todas las noches. En medio, una plaza de cubanas y cubanos conectados a internet en el único lugar posible para hacerlo tras la reciente habilitación en la isla de ese servicio público arancelado por hora a un precio doloroso. Sin más, con el tiempo descubrió en el béisbol un aburrimiento incomparable apenas compensado por la atención necesaria para esquivar pelotas perdidas cual cañonazo a la tribuna. También le divertía lo poco estilizado de los cuerpos de los jugadores, mayormente panzones y de edades avanzadas –en contraposición a la norma hegemónica del deportista occidental-, y claro las indignaciones y alegrías de un público que asistía a aquel espectáculo por tan solo un peso cubano.

Tardó un tiempo en acostumbrarse a la moneda dividida. Por un lado, el peso convertible (CUC) equivalente al dólar -necesidad impuesta por el bloqueo yanqui-  y en principio abocado a cubrir las necesidades de un turismo que es principal fuente de divisas del país. Por el otro, el peso cubano, cada vez más relegado y destinado a cubrir el cotidiano de un pueblo inmerso en la austeridad. Por ideología y posibilidad se inclinó a recorrer esta segunda vía, por lo que se pasó su estadía montando buses atestados y comiendo en cocinas populares por unos pocos pesos lo que hubiera en el momento, mientras el desabastecimiento generalizado acechaba el cotidiano. Vivir a la cubana, lo que hay con lo que hay. Poco se consigue y todo se arregla. “O los cuchillos ya no cortaban o la carne estaba terca”, pensaba cada vez que ordenaba el menú del día en una de esas tantas cocinas que albergaba la densa metrópolis. Arroz, frijol, fideos, pizza, carne dura y café completaban su dieta.

 

La Habana Vieja estaba hecha para caminarla. Sus 500 años de historia no pasaban desapercibidos. Lúgubre y luminosa a la vez, sus deteriorados edificios emanaban vida por doquier: ropa colgando, música, colores, gritos y comidas. La vida se daba puertas afuera. Negras y negros hermosísimos deambulando de acá para allá en el denso calor del mediodía y comunicándose a los gritos. Ceremonias yorubas de puertas abiertas a la vista de cualquier transeúnte. Coches clásicos ocupando el ancho de la calle cual sementales. Se perdió para reencontrarse en cada pasillo hasta saberse sus rincones de memoria. La vida cubana afloraba en la periferia, el centro era caja registradora y teatro de supervivencia. Lo noche lo sorprendía siempre en algún callejón y el mar se convirtió en su faro. Por los márgenes su presencia no llamaba del todo la atención sino lo justo para despertar charlas ocasionales y para atraer algún que otro pícaro en busca del billete, como tantos y tantas en la isla en busca de hacer una diferencia en divisa sobre su escueto salario en pesos y la frugal libreta de racionamiento mensual. Pasaba buena parte del día haciendo largas filas. Fila para las necesidades más básicas, fila para el goce. Burocracia y espera para un acceso garantizado. El placer militarizado con helado a granel por precios irrisorios, salud pública hasta la vejez, alimento hasta ahí nomás y contrabando para paliar baches a las necesidades menos básicas. Los sueños de explorar el mundo amontonados en las pantallas de cine mientras que los cuerpos emergían como el único territorio de conquista posible.

Como las paredes de la Habana, Cuba parecía apuntalada. Es sabido que libertad e igualdad no van de la mano. El problema crece cuando la igualdad no es entre iguales y la libertad mas restricta. En todo caso el horizonte de apertura se avizoraba inevitable frente al acumulado resentimiento juvenil que encontraba efímero los ideales revolucionaros de patria o muerte, produciendo profesionales urbanos a granel para una abundancia de empleo público mal pago, despoblando los campos y la soberanía alimentaria. Sin lugar a dudas, un descuido de una revolución agarrada de la teta rusa en medio del demente bloqueo yanqui.  

En contraposición, su vida era un desastre de posibilidades, pero sabía que siempre hay más tiempo que vida y la diferencia con el ciudadano cubano de a pie, por nacer en otro lugar, era tajante. No padecía el fantasma de la isla: la imposibilidad de moverse. Pero paradójicamente lo asediaba de manera constante el peso de la elección, hasta paralizarlo. Nunca pudo saber quién era menos libre.

Cuba, Diciembre 2018

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